jueves, 21 de septiembre de 2023

relato de Paco R. Fuertes

 Era una bendición de los dioses aquella comarca llamada Los Campos de Recaredo, su extenso páramo se veía compensado a una distancia relativamente corta por un río caudaloso, que en su largo cauce de recovecos hacía fértil su ribera y aledaños. El nombre de este río llamado Eleonor se lo pusieron los árabes para referirse al mismo como “Dios es mi luz”. Otra leyenda dice que el nombre del riacho lo llevaba porque una cristiana, llamada Eleonor, estaba enamorada de un importante guerrero musulmán, Bashîr Farid (“El único”, “El que trae buenas noticias”) Al enterarse el padre cristiano de que su hija se había prendado de aquel guerrero islamita, la envió a un convento de clausura de por vida y nunca más la volvió a mirar a la cara, renegando de ella para siempre. La hija del conde Don Demetrio enloqueció en el convento, y se murió cuando aún no había cumplido los diez y siete años. Al enterarse Bashîr Farid de la gran desgracia que le había ocurrido a su amada, montó su caballo y se fue a lo alto de las montañas del Norte y después de mirar fijamente a la Meca se puso primero a rezar y a continuación a llorar; y lo hizo con tanta fuerza que sus lágrimas dieron origen al nacimiento del río Eleonor.

Los Campos de Recaredo, fue el nombre que recibió la comarca después de haber sido reconquistada a los moriscos, ya que antes la llamaron Los Oasis de Farid y las Montañas de Bashîr, aunque el río sí se siguió llamando Eleonor. Otros dicen que el origen del nombre del río fue porque la madre del Condestable Don Pelayo de Mendoza se llamaba Eleonor y el Conde sostenía que el nombre del río se lo pusieron en honor a su madre, propietaria anterior de las tierras de esta comarca. Está claro que los estudiosos no se ponen de acuerdo.

Parece ser que la montaña donde nacía el río se llamaba La Cordillera del Norte, también denominada por los cristianos como La Sierra de la Salvación, fue un monje influyente quien le puso ese nombre para dar fe de que se trataba de una tierra cristiana que le había sido reconquistada a los árabes. El Eleonor era un río largo porque las montañas donde nacía estaban muy alejadas del mar, aunque su caudal era mucho menor a un río norteño. La infinidad de insectos que revolotean por el agua a la caída del sol eran el alimento por excelencia de los peces, pero también las gusarapas y gusanos que se escondían entre las piedras del agua no eran despreciados por los invertebrados que se criaban bajo la riqueza de sus aguas. Las truchas, los barbos, las bogas, las sardas, las carpas, los cangrejos de río en las cuevas de muchas pozas…

Y en el propio caudal o en pequeñas charcas cercanas a su cauce también se movían con más o menos soltura las ranas y los sapos, las tortugas de agua dulce y las culebras. No faltaban las aves que se acercaban a las orillas del Eleonor: la polla de agua, los patos, el rascón, la garza real… En sus riberas se podían distinguir los sauces, que en la zona más cálida del río se convertían en carrizos. Los chopos, olmos y robles con sus ramajes formaban las sombras de nuestro río.

Un día, de una de las primaveras más lindas que jamás hayan existido, yo navegaba con una pequeña barca por El Eleonor. Los deshielos del duro invierno hacían que el agua tuviese una gran fuerza y había que remar con mucha precaución. Después de un largo periodo, sintiéndome ya cansado, aproveché un remanso del caudal y dejando mi barca amarrada en la orilla, me detuve a descansar debajo de unos olmos. El sol estaba ya bajando por el Oeste y eso hacía que los mosquitos estuviesen revoloteando encima del agua; los peces, especialmente las truchas, saltaban haciendo grandes acrobacias sobre el agua para capturar a los insectos. De repente se me heló el corazón y me paralicé. Del fondo del río apareció una joven hermosa. Tenía la cara de nácar y los labios perfectos, su cabellera rubia se descolgaba por su espalda y hacía resaltar con fuerza unos ojos azules que brillaban como las estrellas.

Su vestido de color azul aguamarina se movía vaporoso al compás de sus manos estilizadas y de unos dedos alargados; aquella mujer esbelta corría por el agua gritando:

—¡Farid, Farid, amor mío!—nadie contestó, y ella no se fijó en mi presencia y si lo hizo, poco debía yo importarle, creo simplemente que me ignoró. Subía y bajaba corriendo por encima de las aguas, mientras un grupo numeroso de peces, barbos, carpas, tencas y truchas la acompañaban haciéndole una especie de escolta por las transparentes aguas.

A lo lejos y por la otra orilla del río se acercaba alguien cabalgando a todo galope, cuando se fue acercando un jinete que montaba a un caballo blanco de grandes fosas nasales y pequeños hocicos; el equino tenía la cabeza refinada en forma de cuña y una frente amplia. Enseguida me fui dando cuenta de que se trataba de un caballo de raza árabe, y sobre todo cuando paró en la orilla frente a mí comprobé que un buen talabartero habría repujado la montura y las riendas del corcel árabe, porque eran espectaculares.

Desmontó, de aquel hermoso rocín, un hombre que vestía con una blusa color magenta debajo de una silaba amarilla e iba cubierto con un turbante albugíneo. Sus pasos eran firmes y seguros, su altura se acercaba a los dos metros y su tez oscura se acentuaba más por su cuidada y poblada barba negra.

—¡Eleonor! ¡Eleonor! —llamó una y otra vez con una voz muy grave y cálida a la vez. No halló respuesta. El guerrero árabe notó mi presencia y echó su mano sobre su enorme cimitarra. Yo le hice un saludo, intentando demostrarle que estaba en son paz. Me preguntó si había visto a una joven con el pelo rubio. Yo no abrí la boca de lo asustado que estaba y me limité a asentir con un temeroso gesto, señalando río arriba, que era dónde yo había presenciado correr sobre las aguas a la bella mujer de los ojos azules.

De un salto espectacular, el guerrero árabe, montó con destreza su caballo y espoleándolo se fue cabalgando por encina de las aguas del río Eleonor sin apenas tocarlas, como si flotarán caballo y jinete encima de la corriente fluvial. Me di enseguida cuenta de que lo yo estaba viendo eran los fantasmas de Bashîr Farid y su amada Eleonor.

El guerrero encontró a su amada y la subió junto a él a la grupa de su montura, luego bajaron llevando al caballo al paso hasta donde yo estaba y haciéndome un saludo reverente se alejaron río arriba, quizás hasta el nacimiento del Eleonor donde Farid derramó tantas lágrimas cuando se enteró de la desaparición de su amada. Ahora sus espíritus vagaban errantes por la tierra, pero al menos estaban juntos. Yo levanté mi mano correspondiendo a su saludo. Una vez que la pareja desapareció de mi vista, monté de nuevo en la barca y regresé, con dificultad en mi forma de remar, a mi destino.

Ayer fui a pescar, con mi padre Eugenio, al río Eleonor. Mi progenitor siempre fue un gran pescador de truchas, yo siempre lo acompañaba como un simple comparsa. Él lanzó con destreza la tanza de su caña sobre la corriente, con un cebo sorprendente: moscas artificiales que él mismo se fabricaba. Pescó una gran trucha, la sacó con delicadeza y luego la colocó en una red dentro del agua, después con exquisito cuidado le quitó el anzuelo de su boca y soltó el pez para que subiera río arriba, a contracorriente, quizá aquella trucha formaba o formaría un día parte del cortejo de la bella Eleonor, que ponía nombre al río de mi infancia y parte de mi vida donde yo soñaba muchas veces historias como la que les estoy narrando. Antes, yo lanzaba cantos rodados para cortar el agua cristalina de mi río; ahora ya tengo más cuidado, por si un día debajo de su fondo aparece la bella joven cristiana Eleonor y su amado guerrero musulmán Bashîr Farid “El único” “El que trae buenas noticias”

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